sábado, 27 de diciembre de 2008

Educar en Igualdad

En el articulo 1º publicado en mi blog el día 28 de marzo de 2007, Manolo Pumarega desde Santiago de Compostela, puso hace unos días un comentario que merece ser contestado con un artículo entero, no solo para agradecerle los halagos que me dedica ese chico, louzariño, al que yo también recuerdo como el hombre con los ojos más bellos que he visto jamás.


No tengo nada planificado para este sábado noche, creo que me apetece escribir e intentaré hacerlo como siempre desde el corazón, con un punto de romanticismo, algo de conocimientos y mucho sentido del humor, ese humor que a los gallegos nos caracteriza, que no se sabe bien si, “se sube o se baja” como nos atribuyen.


Primero, que sepas Manolo, que me agradó y emocionó profundamente que me identifiques con la hija de Raúl y que le recuerdes, decirte también, que mi padre, al que llenabas con tanto cariño el pelexo de vino, en vuestra “familiar tienda de ultramarinos” en A Ponte de Louzara, era y es único, como su nombre “Raúl”, extraordinario como persona, excelente esposo y un magnífico padre.

Para aquellos tiempos, mi progenitor era un hombre de mente abierta y quizás sin saberlo, seguidor de las ideas del padre Benito Jerónimo Feijóo.

Desde muy pequeña, mi padre Raúl me llevaba a las ferias para que le ayudara con el ganado, por algo era su primogénita, me acuerdo que para ir a la Feria de O Incio, o Piedrahita do Cebreiro me intentaba despertar a las 6 de la mañana, a Ponte de Louzara e Seoane Do Courel estaban más cerca de Portela, pero aún así, había que madrugar, como yo refunfuñaba para levantarme me decía con frecuencia:

“Nena tu podes, vales moito”, total que de tanto decírmelo, con el paso de los años, me lo fui creyendo, bien es verdad que también crecí rodeada de mimo, siendo valorada como persona, y tratada por igual.


Más, no parece creíble que en la Galicia profunda del campo en los años 60 y 70, el modelo familiar de entonces fuera igualitario, pero en mi caso, así era, y me siento orgullosa de decirlo, nunca, por el hecho de ser mujer me sentí más, pero tampoco menos que el hombre.

He tenido la suerte de haber nacido en Portela en el seno de una familia humilde y trabajadora, siempre tuve la certeza de que fue mi familia, abuela, tíos, primos, hermano y mis padres, aquellos labriegos portelexos, sabios a su manera, en el sentido profundo del mundo, los que, con cariño y respeto me formaron y educaron para caminar junto al hombre pero nunca detrás, ni subordinada a él, por eso crecí sin complejos y con la autoestima suficiente para saber, que si se quiere se puede, luego el merito es de ellos, no mío.


Mucho se escribe y habla en la sociedad de hoy de la igualdad de oportunidades entre hombre y mujeres, (Ministerio de Igualdad, Planes de Igualdad, Políticas de Igualdad, Ley para la Igualdad).


Todo eso está bien, pero en mi modesta opinión, creo que un factor determinante para la igualdad, sería fomentar un modelo familiar igualitario entre los sexos, la base, está en la familia, la infancia y adolescencia, que marcan profundamente la valoración personal de uno mismo y hacia los demás, así como las aptitudes ante la vida, con independencia de que seas hombre o mujer.


Ya sabéis que Portela, está situada en la montaña y los campesinos que antaño la poblaron, en dura lucha con la tierra, no siempre eran premiados por ella con sus frutos y debían acudir a otros lugares en busca de aquellos productos que no cosechaban.


Recuerdo el aspecto de aquellos hombres y mujeres jóvenes y enérgicos de la montaña que al igual que mi padre, de vez en cuando tenían que acudir a la aldea más cercana con tiendas de ultramarinos, esa aldea era A Ponte de Louzara, que en los años de poderío económico, creo recordar que había seis o siete negocios y hasta una sastrería.


El objeto del viaje era adquirir provisiones para unos meses, productos que hoy nos parecen tan básicos como azúcar, aceite y también vino, pero en esas tiendas había de todo, desde aperos de labranza, hasta conservas, calzado, bacalao, agujas, aspirinas y mi padre siempre nos traía de regalo pan blanco, rosquillas, chocolate y alguna vez naranjas; le esperábamos ansiosos, os podéis imaginar.


Un viaje de ese tipo se hacía muy de tarde en tarde y debía ser planificado, en todo caso, había que localizar a los caballos que habitualmente campaban libres por el monte, en cada casa tenían uno por lo menos, imaginaros, era el vehículo que había entonces, por eso los animales tenían que estar frescos para el camino, porque eran dos horas de ida y dos de vuelta y el pobre animal en el mejor de los casos iría siempre cargado.


Dos recuerdos me vienen a la mente, tan pronto aprendí a montar a caballo me pedía hacer todos los viajes, tanto a comprar, como a llevar el trigo a moler, como ir a los entierros y demás, vamos que me gustaba salir a explorar el mundo, de quedarme en casa haciendo calceta como que no.


Recuerdo en un entierro que fui a Santalla, sería posiblemente por el año 1971, el caso es que, tenía yo un amigo muy especial en una aldea de Louzara que también fue y no llevaba caballo, la costumbre de la época era acompañar a la chica hasta su pueblo, se entiende que para cortejar, intimar y eso.
(Yo creo que la costumbre esa de acompañar a la dama en cuestión se las traía, porque los chicos debían regresar luego a su pueblo), quizás por eso muchos casamientos se celebraban entre vecinos de la misma aldea.

Bueno, pues el caso es que el joven galán me acompañó y sentimos la imperiosa necesidad de hacer el camino juntos, y no se nos ocurrió otra cosa mejor, que montar a caballo los dos, cuando llegamos cerca de mi pueblo y nos bajamos, como sudaba la pobre caballería, nunca se lo conté a mi padre, "si lo sabe me mata", para que os hagáis una idea de lo que se valoraba a los caballos entonces, menos mal que tanto el apuesto galán como la bella dama estaban delgados por aquellas fechas.


Con tanto recuerdo entrañable me disperso, y os quería contar como se desarrollaban los preparativos del viaje, el ritual era el siguiente, una vez colocada la cabezada a nuestro caballo, y engalanando con la mejor, montura, dependiendo de la ocasión sería una silla, si había que traer carga, era una albarda, pero aún así le poníamos los aparejos nuevos, manta, alforjas, estribos y demás, se le daba una buena ración de pienso y el viajante, fuese mi padre u otros labriegos de la zona, bien arreglados con camisa y muda limpia y "las mujeres depiladas", por lo que pudiera pasar, "decían siempre las abuelas", muy sabio consejo.
Llegados a este punto cogían las riendas de sus caballos y ponían rumbo por aquellos viejos caminos y campos hasta A Ponte de Louzara en busca del vino y de lo que se terciase.


Tomando el hilo de los recuerdos de Manolo Pumarega, y uniéndolos a los míos podemos decir que el pellejo “Pelexo”, era un envase que se utilizaba en nuestra tierra para el vino, antes de que comercializaran las barricas que eran de madera, supongo que de roble, “Carballo” le llamamos en mi pueblo.


Pero como os decía, el Pelexo solía tener distintas medidas, cabrían en él entre 40 y 50 litros, éste curioso envase estaba hecho de piel entera de cabra, dada la vuelta, es decir con el pelo para dentro, a simple vista parecía no tener costuras, se apoyaba sobre unos perniles que podrían ser perfectamente las patitas de la cabrita y el cuello de la misma serviría de boca del envase, era fácil de manejar y se colocaba en un sitio fresco, en cueva o bodega el que la tenía.


El precio del litro de vino en aquella fecha podría oscilar entre 1 y 5 pesetas, seguro que Manolo Pumarega lo recordará mejor que yo, porque ya llovió mucho desde entonces, estamos hablando del siglo pasado.


Recuerdo cuando ya teníamos barrica de madera con su llave y todo, junto a ella siempre había una taza de barro, me encantaba ir a buscar vino y lo cataba siempre, mi padre traía un vino tinto de procedencia de Quiroga o de Valdeorras, que debía ser bebida para dioses, es uno de esos olores que aún puedo evocar y me trae recuerdos gratos de la infancia.


Pero igual que en mi casa, eso pasaba en todas las casas y en las distintas aldeas, en la medida de lo posible, porque a veces faltaba el dinero y aunque en las tiendas te fiaban, no daba la vaca para tanto, como se solía decir.


A veces, en las ciudades se piense que en el campo se vive muy bien, pero haciendo honor a la verdad, no es del todo cierto, la vida del labrador era y es extremadamente dura, piénsese, en unas nubes, una tormenta de granizo y las cosechas arrasadas, en menos de 10 minutos se echó a perder meses de lucha y duro trabajo y te quedas sin nada.


Ahora toca hacer un apunte sobre el padre Benito Jerónimo Feijóo, un gran escritor y pensador con espíritu crítico, nacido en Orense por el año 1676, que ingresó con 14 años en la Orden de san Benito en el Monasterio de Samos, donde pasó su infancia y juventud, se trasladó posteriormente a la ciudad de Oviedo a su convento de San Vicente, al menos eso tengo anotado en mis viejos apuntes.


Feijóo inició el estudio del papel de la mujer en la sociedad española en 1726 con su Teatro Critico, en el que dedicó su Capitulo XVI a “La defensa de las mujeres”.


Casi sin querer me vi transportada a mi niñez, mi infancia y adolescencia, fue gratificante compartir con vosotros estos pedacitos de recuerdos que pude sentir tan íntimos y cercanos en este rincón donde escribo.


Carmen Marcos Nuñez

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